domingo, 11 de diciembre de 2016

No Aprisiones tu Fe

Sermón para el tercer domingo de Adviento
Texto Bíblico: Mateo 11:2-11

En el texto bíblico de la semana pasada (Lucas 3:1-18), el Apóstol San Lucas nos mostró cómo Juan el Bautista preparaba el camino del corazón del mundo para la venida del Señor.

En el pasaje de esta semana, El Apóstol San Mateo nos muestra cómo Jesús prepara el camino del corazón del hombre para su venida.

Es que la Navidad puede verse como un camino de dos vías en el encuentro con el Salvador.

Por un lado, así como vino la Palabra de Dios a Juan el Bautista en el desierto y lo convirtió en mensajero, así viene Dios a nosotros, Navidad es Emmanuel.

Por otro lado, aunque estemos presos, nosotros venimos a Dios a través de la obra redentora del Salvador, Navidad es Jesús.

El mensaje de la Navidad incluye no solamente la imagen de un niño en el pesebre, de los magos de oriente ofreciendo tributos al nuevo rey, o de los pastores y los ángeles elevando alabanzas; sino que es también un poderoso mensaje de liberación que puede empezar hasta en una cárcel.

Para la reflexión de hoy vamos a imaginarnos esta lectura como un drama navideño de tres escenas.

Escena I, Juan el Bautista aparece en una cárcel y le envía una pregunta a Jesús, Mateo 11:2-3

Lo que se narra en esta primera escena del drama, no tiene sentido, al menos aparentemente, si lo comparamos con el relato de la semana pasada.

Aquel quien anteriormente había dicho: “viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.”, está ahora en una cárcel y desde allí le manda a preguntar a Jesús:

¿Eres tú aquel que había de venir o esperaremos a otro?

Si se hubiera dignado a desatarle a Jesús la correa de las sandalias lo hubiera reconocido al menos por los pies cuando lo bautizó y hubiera recordado que “el cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma; y que vino una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia.»

En cuanto al asunto de la cárcel Lucas 3:19-20 nos explica que fue lo que sucedió:

“Entonces Herodes el tetrarca, siendo reprendido por Juan a causa de Herodías, mujer de Felipe su hermano, y de todas las maldades que Herodes había hecho, sobre todas ellas, añadió además esta: encerró a Juan en la cárcel.”

¿Pero en cuanto a la pregunta? ¿Cómo podemos explicar que de los labios del profeta que anuncia su venida puedan fluir palabras que lo niegan?

Porque esa pregunta sonaría en nuestros días como algo así: “Señor, ahora que me encuentro en este encierro, encrucijada, camino sin salida, me cuentan otros todo lo que tú haces en favor de ellos, pero yo sigo igual y el temor de lo incierto me inunda. ¿Eres real? 
¿Eres Dios? ¿Puedo seguir confiando en ti o tendré que poner mi confianza en otro lado?  

El mensaje de Navidad que la sociedad nos vende en esta temporada, o el bombardeo constante durante el resto del año, puede llevarnos a hacernos esta pregunta también, o para muchos, hacerles olvidar completamente la realidad del mensaje de la Navidad.

Si en el desierto y junto al Jordán, Juan fue un modelo del profeta que proclama; en la cárcel viene a ser un modelo de la persona que, habiendo perdido la libertad, pierde también la confianza y permite que la duda se instale también en el encierro.

El hecho de que Juan pase de la proclamación del desierto a la pregunta de la cárcel es un reflejo de nuestra propia condición, nuestra propia fragilidad.

La palabra de Dios vino a Juan en el desierto, pero conviene preguntarnos si el corazón de Juan vino a la Palabra de Dios, si la entendió.

De ahí la recomendación de “ocuparnos de nuestra salvación con temor y temblor” y la comparación de nosotros con la flor del campo que hoy es y mañana desaparece.

Aparte de la duda en la cárcel hay algo positivo en la actitud de Juan que podemos resaltar: aún en medio de la cárcel y con sus dudas, Juan todavía oía los hechos de Cristo, lo que le venían a contar que Jesús hacía.

En este sentido, la prisión se convierte entonces en un símbolo de introspección, de búsqueda interna, de detención del paso del tiempo por un momento.

Es una forma de parar el correr de las horas para aprender a escuchar; una forma de detener nuestro andar para comprobar si lo que enseñamos está teniendo un impacto en nuestra propia vida.

Pero lo que oigamos o estemos dispuestos a oír marcará una gran diferencia en lo que aprendamos en nuestros momentos de encierro.

Lo que debemos oír son los hechos de Cristo. Pero esos hechos adquirirán más sentido cuando aprendamos a identificarnos con ellos.

El hecho de estar encarcelado, privado de su libertad, permitió que Juan el Bautista pudiera entender mejor el mensaje de liberación a los cautivos que Jesús vino a proclamar.

La semana pasada dejamos a Juan preparando el camino al Mesías, desde afuera, desde el desierto y las orillas del Jordán, para otros.

En este pasaje lo vemos preparando el camino al Mesías, pero esta vez desde adentro, en una cárcel, para él mismo.

En el desierto, Juan proclama, anuncia, revela para que otros oigan. En la cárcel es el turno de Juan de oír para que la proclamación, el anuncio, la revelación, llegue a él.

Cuando proclamamos el mensaje del Evangelio, debemos procurar que llegue a otros pero que también llegue a nosotros mismos.

Podemos proclamar lo que aprendemos, pero nuestras palabras tendrán más fuerza si proclamamos lo que vemos y oímos.

Antes de cerrar el telón de la primera escena conviene que nos hagamos las siguientes preguntas:

¿Cuál es nuestra cárcel?
¿Cuándo nos sentimos encerrados, prisioneros?
¿Llegamos a la “cárcel” por nosotros mismos o por otros?
¿Cuestionamos la realidad de Jesús en esos momentos?
¿Qué estamos dispuestos a oír? ¿Nuestras propias dudas? ¿El ruido externo?
¿Cómo recibimos los hechos de Jesús?

Escena II, Jesús responde la pregunta de Juan, Mateo 11:4-6

En esta segunda escena del drama navideño del profeta del desierto, Jesús le envía la respuesta que Juan necesitaba para calmar su corazón atribulado.

No hay reprensión en sus palabras, ni reclamo, ni reproche. Solo un dulce recordatorio de la realidad de sus acciones y del cumplimiento de la espera.

Juan era el mensajero que preparó el camino delante del Señor y ahora Jesús le envía a Juan sus mensajeros para prepararle el camino de vuelta al Señor.

La Navidad es un mensaje de reconciliación y no puede haber reconciliación sin proclamación, sin el anuncio de las buenas nuevas.   

Por esto, la respuesta que Jesús le envía a Juan inicia con las mismas dos palabras con las que inicia la Gran Comisión: Id y Haced…

El mensaje de la Gran Comisión es también un mensaje de reconciliación: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado.”

Pero la respuesta de Jesús también incluye lo que podemos llamar la Comisión Personalizada: “Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis”

Las buenas nuevas de la reconciliación, el anuncio del nacimiento del Salvador, que se proclama en Navidad incluye la visión general de la Gran Comisión, el mensaje a las naciones y también incluye la visión personal de “id y haced saber a Juan”, a Pedro, a José, a Guadalupe, a Julia, a Ramón, lo que oímos y lo que vemos cuando nos sumergimos en las obras que Jesús realiza en nuestra propia vida.

Porque estas personas, al igual que Juan, se encuentran prisioneras en sus propias cárceles, creadas por ellas mismas o por otros, sumergidas en las dudas y el dolor, la frustración y la incertidumbre o en el vacío de una vida sin Dios y sin el consuelo de la salvación de sus pecados.

Estas personas también se han hecho la misma pregunta que se hizo Juan y necesitan por lo tanto la misma respuesta que recibió el mensajero de Dios.

Tengamos presente, que cuando le hacemos una pregunta a Dios, puesto que Él conoce las intenciones de nuestro corazón, su respuesta no se limitará a lo que le hemos preguntado, sino que irá a la raíz de nuestra verdadera necesidad.

Una simple respuesta de Jesús, a la pregunta: ¿Eres tú aquel que había de venir o esperaremos a otro? hubiera sido: “Sí lo soy, ya no esperes más”.

Pero en su respuesta, Jesús quiere mostrarle a Juan, que el problema no es la cárcel en la que se encuentra, como tampoco lo son las cárceles circunstanciales que nos toca enfrentar en nuestra vida, sino en el permitir que la cárcel aprisione la fe.

Esta es la idea que se presenta en Mateo 11:6, “Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí”; o, en otras palabras, ¡qué dichosas!, ¡qué felices son las personas que no dudan de mí!

Es como si de una forma personal Jesús le dijera a su primo:

“Juan, no aprisiones tu fe. Es tu cuerpo el que está en la cárcel y tal vez tus emociones, pero no tu mente ni tu espíritu. A ese nivel sigues libre. Date cuenta de lo que te encierra y libérate. Herodes solo encerró tu cuerpo, pero tú eliges que más quieres mantener en la oscuridad del encierro.

Juan, la cárcel que te encierra es oscura y tus ojos no pueden ver claramente. Pero cuando aprisionas tu fe, le encegueces sus ojos y desarrollas falta de visión, de empuje, de propósito. No aprisiones tu fe, por mi poder los ciegos ven; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.

Juan, la cárcel que te encierra es pequeña y tus pies no pueden caminar libremente. Pero cuando aprisionas tu fe, le limitas sus pasos y desarrollas pasos faltos de firmeza, sin convicciones, ni seguridad. No aprisiones tu fe, por mi poder los cojos andan; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.

Juan, la cárcel que te encierra es sucia y tu ropa y tu piel se contaminan. Pero cuando aprisionas tu fe, la contaminas y te vuelves insensible, ajeno a lo esencial, desconectado de lo profundo. No aprisiones tu fe, por mi poder los leprosos son limpiados; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.

Juan, la cárcel que te encierra es aislada, y tus oídos se afectan por el silencio rutinario. Pero cuando aprisionas tu fe, la ensordeces y desarrollas falta de percepción e incapacidad de recibir la verdad.  No aprisiones tu fe, por mi poder los sordos oyen; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.

Juan, la cárcel que te encierra es muerta, y tu esperanza desfallece. Pero cuando aprisionas tu fe, la aniquilas y la vida se te va de las manos, ya no hay gozo ni entusiasmo en tu corazón. No aprisiones tu fe, por mi poder los muertos son resucitados; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.

Juan, la cárcel que te encierra te produce carencias, el alimento y el agua te faltan. Pero cuando aprisionas tu fe, la empobreces, te faltan los recursos, y te olvidas que nunca puedes ser pobre cuando te tienes a ti mismo, y a mí contigo. No aprisiones tu fe, por mi poder a los pobres es anunciado el evangelio; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.

¿Cómo recibiría Juan la respuesta de Jesús? Nunca podremos saberlo. Poco tiempo después sería decapitado. 

Pero estoy seguro que con la respuesta de Jesús experimentó la preparación necesaria para su reencuentro con la Palabra que antes había descendido a él.

Escena III, Jesús habla de Juan a la gente, Mateo 11:7-11

Esta es la escena final en este drama de Adviento. El que vino a preparar el camino para el Señor, terminó sus días en la cárcel, con una duda que le asaltó por un momento y con una respuesta que atesoró en su corazón y que sin saberlo lo preparó para otro encuentro, uno eterno, permanente.

En esta última escena es el turno ahora de Jesús para preguntar. El hace una sola pregunta y la repite tres veces: ¿Qué salisteis a ver al desierto?

Es que otra forma de aprisionar la fe, no es solo cuando nos encerramos en algo, sino que también cuando salimos a buscar algo.

¿Qué buscamos del Adviento? ¿Qué buscamos de la Navidad? ¿Qué buscamos en Dios, de la fe, de la iglesia? Ese buscar se refiere a la actitud con la que nos enfrentamos a la búsqueda que hacemos.

La pregunta de Jesús nos lleva a evaluar nuestros motivos.

Lo que la gente esperaba ver en Juan: una caña movida por el viento, un hombre con vestiduras delicadas, un rey. Esto se refiere a la cárcel del orgullo que impide nuestra búsqueda o a la vanidad que la entorpece.

Lo que Juan era realmente: un profeta humilde. Esto nos habla de la condición esencial para recibir la respuesta de Dios, para ver su poder, para ser liberados.

Jesús nos habla de la grandeza de Juan en sus acciones, pero de su humildad en sus intenciones.

La verdadera grandeza del ser humano consiste en reconocer su necesidad y es por eso que los más pequeños, los más humildes en la vida, son más grandes.

Su grandeza consiste en el ejemplo de humildad que nos proveen, y entre más dispuestos estemos a aprender de ellos, que es la verdadera grandeza, más humildes seremos.

Es el fin del tercer acto. Pero esta vez el telón seguirá abierto porque ahora empieza tu propio drama.

¿Te encuentras en una cárcel y tienes una pregunta que hacerle al Señor?
¿Estás listo o lista para recibir la respuesta personal que Jesús te envía?
¿Cómo serás recordado o recordada cuando hablen de ti?


No aprisiones tu fe. Recuerda que Jesús es verdaderamente aquel quien había de venir y ya no hay necesidad de esperar a nada ni a nadie más. Él es suficiente para nuestra fe.

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