Sermón para el tercer domingo de Adviento
Texto Bíblico: Mateo 11:2-11
En
el texto bíblico de la semana pasada (Lucas 3:1-18), el Apóstol San Lucas nos mostró cómo Juan
el Bautista preparaba el camino del corazón del mundo para la venida del Señor.
En
el pasaje de esta semana, El Apóstol San Mateo nos muestra cómo Jesús prepara el
camino del corazón del hombre para su venida.
Es
que la Navidad puede verse como un camino de dos vías en el encuentro con el
Salvador.
Por
un lado, así como vino la Palabra de Dios a Juan el Bautista en el desierto y
lo convirtió en mensajero, así viene Dios a nosotros, Navidad es Emmanuel.
Por
otro lado, aunque estemos presos, nosotros venimos a Dios a través de la obra
redentora del Salvador, Navidad es Jesús.
El
mensaje de la Navidad incluye no solamente la imagen de un niño en el pesebre,
de los magos de oriente ofreciendo tributos al nuevo rey, o de los pastores y
los ángeles elevando alabanzas; sino que es también un poderoso mensaje de
liberación que puede empezar hasta en una cárcel.
Para
la reflexión de hoy vamos a imaginarnos esta lectura como un drama navideño de
tres escenas.
Escena I, Juan el Bautista aparece en una cárcel y le envía una pregunta a Jesús, Mateo
11:2-3
Lo
que se narra en esta primera escena del drama, no tiene sentido, al menos
aparentemente, si lo comparamos con el relato de la semana pasada.
Aquel
quien anteriormente había dicho: “viene uno más poderoso que yo, de quien no
soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo
y fuego.”, está ahora en una cárcel y desde allí le manda a preguntar a Jesús:
¿Eres
tú aquel que había de venir o esperaremos a otro?
Si
se hubiera dignado a desatarle a Jesús la correa de las sandalias lo hubiera
reconocido al menos por los pies cuando lo bautizó y hubiera recordado que “el
cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como
paloma; y que vino una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; en ti
tengo complacencia.»
En
cuanto al asunto de la cárcel Lucas 3:19-20 nos explica que fue lo que sucedió:
“Entonces
Herodes el tetrarca, siendo reprendido por Juan a causa de Herodías, mujer de
Felipe su hermano, y de todas las maldades que Herodes había hecho, sobre todas
ellas, añadió además esta: encerró a Juan en la cárcel.”
¿Pero
en cuanto a la pregunta? ¿Cómo podemos explicar que de los labios del profeta
que anuncia su venida puedan fluir palabras que lo niegan?
Porque
esa pregunta sonaría en nuestros días como algo así: “Señor, ahora que me
encuentro en este encierro, encrucijada, camino sin salida, me cuentan otros
todo lo que tú haces en favor de ellos, pero yo sigo igual y el temor de lo
incierto me inunda. ¿Eres real?
¿Eres Dios? ¿Puedo seguir confiando en ti o
tendré que poner mi confianza en otro lado?
El
mensaje de Navidad que la sociedad nos vende en esta temporada, o el bombardeo
constante durante el resto del año, puede llevarnos a hacernos esta pregunta
también, o para muchos, hacerles olvidar completamente la realidad del mensaje de
la Navidad.
Si
en el desierto y junto al Jordán, Juan fue un modelo del profeta que proclama;
en la cárcel viene a ser un modelo de la persona que, habiendo perdido la
libertad, pierde también la confianza y permite que la duda se instale también
en el encierro.
El
hecho de que Juan pase de la proclamación del desierto a la pregunta de la
cárcel es un reflejo de nuestra propia condición, nuestra propia fragilidad.
La
palabra de Dios vino a Juan en el desierto, pero conviene preguntarnos si el
corazón de Juan vino a la Palabra de Dios, si la entendió.
De
ahí la recomendación de “ocuparnos de nuestra salvación con temor y temblor” y
la comparación de nosotros con la flor del campo que hoy es y mañana
desaparece.
Aparte
de la duda en la cárcel hay algo positivo en la actitud de Juan que podemos
resaltar: aún en medio de la cárcel y con sus dudas, Juan todavía oía los
hechos de Cristo, lo que le venían a contar que Jesús hacía.
En
este sentido, la prisión se convierte entonces en un símbolo de introspección,
de búsqueda interna, de detención del paso del tiempo por un momento.
Es
una forma de parar el correr de las horas para aprender a escuchar; una forma
de detener nuestro andar para comprobar si lo que enseñamos está teniendo un
impacto en nuestra propia vida.
Pero
lo que oigamos o estemos dispuestos a oír marcará una gran diferencia en lo que
aprendamos en nuestros momentos de encierro.
Lo
que debemos oír son los hechos de Cristo. Pero esos hechos adquirirán más
sentido cuando aprendamos a identificarnos con ellos.
El
hecho de estar encarcelado, privado de su libertad, permitió que Juan el
Bautista pudiera entender mejor el mensaje de liberación a los cautivos que
Jesús vino a proclamar.
La
semana pasada dejamos a Juan preparando el camino al Mesías, desde afuera,
desde el desierto y las orillas del Jordán, para otros.
En
este pasaje lo vemos preparando el camino al Mesías, pero esta vez desde
adentro, en una cárcel, para él mismo.
En
el desierto, Juan proclama, anuncia, revela para que otros oigan. En la cárcel
es el turno de Juan de oír para que la proclamación, el anuncio, la revelación,
llegue a él.
Cuando
proclamamos el mensaje del Evangelio, debemos procurar que llegue a otros pero
que también llegue a nosotros mismos.
Podemos
proclamar lo que aprendemos, pero nuestras palabras tendrán más fuerza si
proclamamos lo que vemos y oímos.
Antes
de cerrar el telón de la primera escena conviene que nos hagamos las siguientes
preguntas:
¿Cuál
es nuestra cárcel?
¿Cuándo
nos sentimos encerrados, prisioneros?
¿Llegamos
a la “cárcel” por nosotros mismos o por otros?
¿Cuestionamos
la realidad de Jesús en esos momentos?
¿Qué
estamos dispuestos a oír? ¿Nuestras propias dudas? ¿El ruido externo?
¿Cómo
recibimos los hechos de Jesús?
Escena II, Jesús responde la pregunta de Juan, Mateo 11:4-6
En
esta segunda escena del drama navideño del profeta del desierto, Jesús le envía
la respuesta que Juan necesitaba para calmar su corazón atribulado.
No
hay reprensión en sus palabras, ni reclamo, ni reproche. Solo un dulce
recordatorio de la realidad de sus acciones y del cumplimiento de la espera.
Juan
era el mensajero que preparó el camino delante del Señor y ahora Jesús le envía
a Juan sus mensajeros para prepararle el camino de vuelta al Señor.
La
Navidad es un mensaje de reconciliación y no puede haber reconciliación sin
proclamación, sin el anuncio de las buenas nuevas.
Por
esto, la respuesta que Jesús le envía a Juan inicia con las mismas dos palabras
con las que inicia la Gran Comisión: Id y Haced…
El
mensaje de la Gran Comisión es también un mensaje de reconciliación: “Id, y
haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del
Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he
mandado.”
Pero
la respuesta de Jesús también incluye lo que podemos llamar la Comisión
Personalizada: “Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis”
Las
buenas nuevas de la reconciliación, el anuncio del nacimiento del Salvador, que
se proclama en Navidad incluye la visión general de la Gran Comisión, el
mensaje a las naciones y también incluye la visión personal de “id y haced
saber a Juan”, a Pedro, a José, a Guadalupe, a Julia, a Ramón, lo que oímos y
lo que vemos cuando nos sumergimos en las obras que Jesús realiza en nuestra
propia vida.
Porque
estas personas, al igual que Juan, se encuentran prisioneras en sus propias
cárceles, creadas por ellas mismas o por otros, sumergidas en las dudas y el
dolor, la frustración y la incertidumbre o en el vacío de una vida sin Dios y
sin el consuelo de la salvación de sus pecados.
Estas
personas también se han hecho la misma pregunta que se hizo Juan y necesitan
por lo tanto la misma respuesta que recibió el mensajero de Dios.
Tengamos
presente, que cuando le hacemos una pregunta a Dios, puesto que Él conoce las
intenciones de nuestro corazón, su respuesta no se limitará a lo que le hemos
preguntado, sino que irá a la raíz de nuestra verdadera necesidad.
Una
simple respuesta de Jesús, a la pregunta: ¿Eres tú aquel que había de venir o
esperaremos a otro? hubiera sido: “Sí lo soy, ya no esperes más”.
Pero
en su respuesta, Jesús quiere mostrarle a Juan, que el problema no es la cárcel
en la que se encuentra, como tampoco lo son las cárceles circunstanciales que
nos toca enfrentar en nuestra vida, sino en el permitir que la cárcel aprisione
la fe.
Esta
es la idea que se presenta en Mateo 11:6, “Bienaventurado es el que no halle
tropiezo en mí”; o, en otras palabras, ¡qué dichosas!, ¡qué felices son las
personas que no dudan de mí!
Es
como si de una forma personal Jesús le dijera a su primo:
“Juan,
no aprisiones tu fe. Es tu cuerpo el que está en la cárcel y tal vez tus
emociones, pero no tu mente ni tu espíritu. A ese nivel sigues libre. Date
cuenta de lo que te encierra y libérate. Herodes solo encerró tu cuerpo, pero
tú eliges que más quieres mantener en la oscuridad del encierro.
Juan, la cárcel que te encierra es oscura y tus ojos no pueden ver claramente. Pero
cuando aprisionas tu fe, le encegueces sus ojos y desarrollas falta de visión,
de empuje, de propósito. No aprisiones tu fe, por mi poder los ciegos ven; Yo
soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de nada más.
Juan,
la cárcel que te encierra es pequeña y tus pies no pueden caminar libremente. Pero
cuando aprisionas tu fe, le limitas sus pasos y desarrollas pasos faltos de
firmeza, sin convicciones, ni seguridad. No aprisiones tu fe, por mi poder los
cojos andan; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad
de nada más.
Juan,
la cárcel que te encierra es sucia y tu ropa y tu piel se contaminan. Pero
cuando aprisionas tu fe, la contaminas y te vuelves insensible, ajeno a lo
esencial, desconectado de lo profundo. No aprisiones tu fe, por mi poder los
leprosos son limpiados; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no
hay necesidad de nada más.
Juan,
la cárcel que te encierra es aislada, y tus oídos se afectan por el silencio
rutinario. Pero cuando aprisionas tu fe, la ensordeces y desarrollas falta de
percepción e incapacidad de recibir la verdad. No aprisiones tu fe, por mi poder los sordos
oyen; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad de
nada más.
Juan,
la cárcel que te encierra es muerta, y tu esperanza desfallece. Pero cuando
aprisionas tu fe, la aniquilas y la vida se te va de las manos, ya no hay gozo ni
entusiasmo en tu corazón. No aprisiones tu fe, por mi poder los muertos son
resucitados; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad
de nada más.
Juan,
la cárcel que te encierra te produce carencias, el alimento y el agua te faltan.
Pero cuando aprisionas tu fe, la empobreces, te faltan los recursos, y te
olvidas que nunca puedes ser pobre cuando te tienes a ti mismo, y a mí
contigo. No aprisiones tu fe, por mi poder a los pobres es anunciado el
evangelio; Yo soy el que había de venir, y solo yo te basto, no hay necesidad
de nada más.
¿Cómo
recibiría Juan la respuesta de Jesús? Nunca podremos saberlo. Poco tiempo
después sería decapitado.
Pero estoy seguro que con la respuesta de Jesús
experimentó la preparación necesaria para su reencuentro con la Palabra que
antes había descendido a él.
Escena III, Jesús
habla de Juan a la gente, Mateo 11:7-11
Esta
es la escena final en este drama de Adviento. El que vino a preparar el camino
para el Señor, terminó sus días en la cárcel, con una duda que le asaltó por un
momento y con una respuesta que atesoró en su corazón y que sin saberlo lo
preparó para otro encuentro, uno eterno, permanente.
En
esta última escena es el turno ahora de Jesús para preguntar. El hace una sola
pregunta y la repite tres veces: ¿Qué salisteis a ver al desierto?
Es
que otra forma de aprisionar la fe, no es solo cuando nos encerramos en algo,
sino que también cuando salimos a buscar algo.
¿Qué
buscamos del Adviento? ¿Qué buscamos de la Navidad? ¿Qué buscamos en Dios, de
la fe, de la iglesia? Ese buscar se refiere a la actitud con la que nos
enfrentamos a la búsqueda que hacemos.
La
pregunta de Jesús nos lleva a evaluar nuestros motivos.
Lo
que la gente esperaba ver en Juan: una caña movida por el viento, un hombre con
vestiduras delicadas, un rey. Esto se refiere a la cárcel del orgullo que impide
nuestra búsqueda o a la vanidad que la entorpece.
Lo
que Juan era realmente: un profeta humilde. Esto nos habla de la condición
esencial para recibir la respuesta de Dios, para ver su poder, para ser
liberados.
Jesús
nos habla de la grandeza de Juan en sus acciones, pero de su humildad en sus
intenciones.
La
verdadera grandeza del ser humano consiste en reconocer su necesidad y es por
eso que los más pequeños, los más humildes en la vida, son más grandes.
Su
grandeza consiste en el ejemplo de humildad que nos proveen, y entre más
dispuestos estemos a aprender de ellos, que es la verdadera grandeza, más
humildes seremos.
Es
el fin del tercer acto. Pero esta vez el telón seguirá abierto porque ahora
empieza tu propio drama.
¿Te
encuentras en una cárcel y tienes una pregunta que hacerle al Señor?
¿Estás
listo o lista para recibir la respuesta personal que Jesús te envía?
¿Cómo
serás recordado o recordada cuando hablen de ti?
No
aprisiones tu fe. Recuerda que Jesús es verdaderamente aquel quien había de
venir y ya no hay necesidad de esperar a nada ni a nadie más. Él es suficiente
para nuestra fe.
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